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lunes, 22 de febrero de 2016

Bécquer y San Pedro de Arlanza

"Gloriosas ruinas" del Monasterio de San Pedro de Arlanza en Burgos, conocido como la "Cuna de Castilla". 

En el aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer, (17 de febrero de 1836), no puedo evitar trasladarme a sus leyendas y poemas, pero sobre todo a esas narraciones fantásticas y misteriosas, que desde muy niña me hacían soñar con espíritus vagando por oscuros y siniestros bosques, con amores imposibles y con fantasmas que vagaban entre ruinas, penando y acechando las almas de los vivos. 

Fundado en el año 912 por los condes de Lara, el Monasterio de San Pedro de Arlanza fue panteón de los primeros condes de Castilla, entre ellos Fernán González y su esposa doña Sancha, que en la actualidad se encuentran en Covarrubias.


Cuando me encuentro frente a una escultura no puedo evitar dirigir mi mirada en primer lugar a sus párpados pétreos, siempre con inquietud, a la espera de que esa figura inmóvil que se yergue frente a mí, abra de repente los ojos, y cobre vida; esa vida que palpita en silencio, oculta bajo su pétrea y fría piel y que tal vez, como cuenta la leyenda, está ansiosa por recuperar.

Sepulcro renacentista de don Gutiérrez de Monroy en la catedral vieja de Salamanca

Para mí Bécquer es leyenda, es Castilla, profunda y ensoñadora, y envolviendo todo ello, más allá de sus poemas y de su eterno romanticismo, Bécquer es el más puro ejemplo del sentimiento roto y quebrado que encuentra su reflejo más auténtico en las ruinas de una iglesia derruida, de un monasterio abandonado, como el de San Pedro de Arlanza, en Burgos.

En primer término restos del Monasterio construido en 1080, al fondo el monasterio inicial de origen legendario, del siglo X.


Monasterios, castillos, palacios, iglesias, todos ellos despojos de un ayer olvidado, abandonados a su suerte y quebrados por la desidia de aquellos que un día exaltaron su poder y su belleza.

Lugares que antaño fueron centro de poder y cultura, de arte y sabiduría y que un buen día fueron abandonados a su suerte, expoliados y sacrificados como triste reflejo de amores desdichados e historias olvidadas.

Crujía norte del claustro renacentista con restos de los aros pétreos que sustentaban bóvedas de crucería


Sillares espléndidamente tallados, capiteles exquisitos, bóvedas majestuosas, siglos de vida, de cultura y de belleza vencidos por el olvido y por la naturaleza que, eterna y siempre invicta, devuelve la tierra a su ser y destruye todo aquello que el hombre ha creado para absorberlo de nuevo entre sus ramas y follajes, tiñendo de verde el ocre de sus piedras vencidas y desgastadas.



Uno de los claustros en el que un enorme pino hace las veces de protectora bóveda natural

Una obra de arte medieval, tan insigne como San Pedro de Arlanza, primer panteón de Castilla, origen de un señorío, de un condado, de un reino y por supuesto de un país y de un imperio, permanece milagrosamente aún en pie simbolizando la desidia de esta tierra en la que vivimos, tantas veces desagradecida con los que entregaron su vida por ella. 



Restos de la única torre que queda en pie, del siglo XII y que aún conserva el escudo de Castilla 


Y aún así, a pesar de tantos avatares desgraciados, el Monasterio de San Pedro de Arlanza, ejemplo de esplendor y decadencia, sigue alzándose majestuoso, negándose a desaparecer y mostrando impúdicamente sus heridas descarnadas para que todo aquel que quiera, como Gustavo Adolfo Bécquer, pueda acercarse a sus muros desnudos y expoliados, y sentir, o  al menos recordar, el esplendor de antaño y ¿por qué no? descubrir y mantener la huella indeleble que dejó en nuestra historia. 

Restos del claustro herreriano. Todas las obras de arte que contenía el monasterio se hallan repartidas por mediomundo. Entre ellas las pinturas murales románicas, hoy en día en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.










domingo, 14 de febrero de 2016

Auschwitz-Birkenau. Cuando el mal se adueña de nuestra humanidad


Después de haber estado en  Auschwitz debo y quiero proclamar a los cuatro vientos que esta visita no sólo es recomendable sino que debería ser obligatoria para todos, sin importar ni la raza, ni la religión, ni la nacionalidad. En mi opinión aún no se ha empezado a explicar lo que de verdad significa Auschwitz y lo que nos afecta, a todos y cada uno de nosotros, lo que allí ocurrió.

Debo reconocer que yo dudaba y, pensaba, como tantos otros, que era mejor no ir a un sitio tan desagradable y tan triste porque puede herir nuestra sensibilidad y estropear nuestras vacaciones. ¡Hubiese sido un gran error por mi parte!

Entrada al campo principal Auschwitz I, con el cartel "El trabajo os hará libres"


El increíble acierto de este museo es el tremendo respeto que se desprende de cada panel informativo, de cada fotografía meticulosamente seleccionada, de cada documento, de cada objeto  expuesto. 

Porque en estos dos campos de concentración, Auschwitz y Birkenau, que en la actualidad son un museo, no se muestra ni una sola imagen de un cadáver. En Auschwitz se descubre la vida, el día a día de los que tuvieron la desgracia de pasar por allí, sus caras, sus trabajos, sus ropas, sus zapatos y también su sufrimiento. Ni siquiera se han reconstruido las cámaras de gas, salvo una pequeña, meramente testimonial, para comprender lo que ocurrió.  En Birkenau no queda en pie ni un crematorio y tan solo se han reconstruido unos pocos barracones.

Se consigue que el visitante conozca a las personas, no sólo las cifras abrumadoras de centenares de miles, de millones de hombres y mujeres. 

Un dato se olvida, una mirada en cambio, se queda grabada en tu interior y explica, a quien quiera escuchar, la verdad de lo que ella vio y vivió.


Puerta de Auschwitz II - Birkenau, conocida como "La puerta de la muerte". 
El campo se construyó en 1941 como campo de exterminio para llevar a cabo la "solución final". En él los trenes llegaban directamente a las cámaras de gas.

Nadie, por muy insensible que sea, es capaz de salir de este lugar sin compartir en su interior un poco al menos de lo que experimentaban las personas que tuvieron la desgracia de pasar por allí.

Y ese es el poder de este museo, aquí se experimenta una sensación tan real y tan terrible a la vez que  impacta y sobrecoge a todos sin excepción;  porque el sentimiento de Auschwitz y de Birkenau se conserva intacto en cada rincón, se respira en el aire y se impregna en nuestra piel haciéndonos comprender aunque sea mínimamente, lo que sucedió tras sus alambradas electrificadas.


Alambrada electrificada rodeando el campo de Birkenau. Sorprende su gran extensión. Llegó a albergar a más de 100.000 prisioneros a la vez, todos ellos a la espera de su exterminio. Sólo en este campo fueron asesinadas más de un millón de personas.



En Auschwitz no se pueden ver cadáveres esqueléticos, ni cuerpos quemados, todo lo contrario. En mi visita he conocido a hombres, mujeres y niños vivos, con el dolor reflejado en sus rostros, he visto sus cuerpos desnutridos y famélicos, espectros andantes intentando mantener la dignidad. He puesto cara y nombre a jóvenes llenos de vida, que con toda seguridad tenían las mismas ilusiones que podríamos haber tenido nosotros si nos hubiese tocado vivir en aquella misma época.

Cuando se camina por los mismos pasillos que ellos, cuando se entra en los barracones en los que dormían, sin luz, sin agua, sin calefacción, apilados en catres en los que no había espacio ni para darse la vuelta, cuando se ven sus letrinas y los barracones en los que los dementes pseudocientíficos experimentaban con ellos, entonces, y sólo entonces se empieza comprender lo que es un campo de exterminio.

Sólo se ha conservado un vagón igual a los utilizados por los nazis para el transporte de los judíos. En la misma plataforma de descarga se hacía la selección y los elegidos iban directamente a las cámaras de gas.
El corazón parece encogerse impidiéndote respirar, y en ese momento, los turistas, ¡pobres cobardes!, empezamos a sentir  un pequeño pero agudo dolor en nuestro interior que nos abruma y que no llega a ser ni una milésima parte de lo que cualquiera de aquellas personas tuvieron que soportar día tras día. 
Automáticamente intentamos apartar de nuestra mente esa empatía que pudiera acercarte a ese joven que te mira fijamente, o a esa mujer que transmite su miedo por sus hijos, o a ese anciano que desea sonreír en una mueca desdibujada y ninguno de nosotros, ¡turistas superficiales y  ocasionalmente humanos!, podemos evitar convertirnos por un instante en esa persona que podrías haber sido tú setenta años atrás.



Al ser liberado el campo se encontraron toneladas de zapatos de los deportados al campo, pendientes de su envío a Alemania para su reutilización

     
Todos intentamos no ver nuestro reflejo en ese joven que se encuentra frente a ti mirándote con sus profundos y tristes ojos a través del cristal de una fotografía en blanco y negro, en una ficha perfectamente identificada, que muestra siempre la misma expresión… resignación.


Hasta 1943 la mayor parte de los prisioneros fueron fotografiados, meticulosamente registrados y marcados con números identificativos

No he encontrado entre los centenares de fotos que allí se pueden ver ni una sola mirada de odio. Tan sólo he encontrado resignación.

Por eso ahora, transcurridos más de 70 años del final de la guerra más espantosa que haya vivido nunca Europa, debemos utilizar el ejemplo de todos los hombres y mujeres que sufrieron de un modo tan inexplicable en aquel lugar, para alejarnos de esa  resignación que inconscientemente nos domina mucho más de lo que queremos reconocer , disfrazada de modernidad. 
Nos resignamos a aceptar lo que ocurrió y nos conformamos con lamentarlo y condenarlo, cuando  lo que debería provocar en todos nosotros, es precisamente todo lo contrario.

Reconstrucción del horno crematorio, destinado a incinerar los cadáveres
   
Nuestra sociedad nos cuida, supuestamente. Nos permite alejarnos de lo que no nos gusta, de lo que nos ofende y de lo que es desagradable. Pero este terrible error nos está convirtiendo en seres insensibles y sobre todo, lo que es mucho peor, en personas incapaces de enfrentarnos a la realidad de nuestro mundo.
La historia nos sirve para aprender a no repetir los mismos errores y sin embargo estamos ocultando el pasado y tiñendo de colores pastel los horrores de la humanidad.
Hoy en día los hombres somos igual de déspotas, tiranos y asesinos que en la Segunda Guerra Mundial, aunque a veces se disimule un poco mejor. Estamos convencidos de que el exterminio de Auschwitz no se ha repetido en occidente, al menos al mismo nivel, pero olvidamos el terror y la barbarie que se sigue produciendo en nuestra avanzada sociedad del siglo XXI.
¿Quién nos dice que no se están construyendo nuevos campos de concentración ahora mismo, en este mismo momento? Tal vez con otro nombre, pintados con otros colores, construidos con otros materiales, en otros lugares del planeta, pero quizás, también, más cerca de nosotros de lo que siquiera podemos imaginar.





Placa conmemorativa escrita en sefardí o judeoespañol. 
Se calcula que unos 1.200 españoles pudieron morir en este campo y un número indeterminado de judíos sefardíes.





Por eso, es nuestra obligación ir a los lugares que nos enseñan lo que hemos sido capaces de hacer, asumir el grado de maldad al que puede llegar la naturaleza humana y siendo conscientes de nuestros defectos y de nuestras debilidades, tomar todas las medidas necesarias para que no se vuelva a repetir nunca más.


Por eso hay que empezar corrigiendo el primero de los eslabones que inician la gran cadena de errores de la humanidad, y fundamentalmente de nuestros tiempos, que es el de alejarse de la realidad de nuestro pasado. Por eso es fundamental conocer, visitar y caminar por las calles de Auschwitz y de Birkenau que siguen en pie para dar testimonio de lo que nuestra naturaleza humana es capaz de hacer.
No podemos resignarnos a ver cómo se repite un capítulo de nuestra historia tan terrible como éste.