Dicen las crónicas que aquel hombre era el más noble y
virtuoso de los caballeros, fiel vasallo de su señor, perfecto esposo y padre
de familia. Mas si alguna virtud era en él destacable ésta era sin duda su
valor. Muchas eran las hazañas que de él se narraban, y en todas ellas siempre
sobresalía su valentía, su tenacidad y su entrega por la causa de su señor, el
rey de Castilla y de León.
No existía enemigo capaz de enfrentarse a él, pues su destreza
militar junto a su estrategia en el campo de batalla, sumadas al fervor que por
él sentían sus soldados, le hacían invencible.
Y como tal le calificaban. Era el gran comandante, el
jefe bajo el cual cualquier ejército se encaminaría sin dudar a la batalla más
dura, porque en él todo el ejército cristiano había depositado su total y más
absoluta confianza.
Ajeno a todo ello, nuestro caballero cristiano se
mantenía alejado de orgullos y soberbias, haciendo gala tan sólo de una gran humildad,
convencido como estaba de que su único secreto era contar con un arma infalible,
su fe en Dios; un Dios protector que le había concedido el don de la fortuna y
ante el que se postraba antes de entrar en batalla para ofrecerle su vida y la
de los suyos, pues su único deseo era poder seguir defendiendo la verdadera fe
frente a los agarenos.
Habían pasado ya tantos años de esfuerzo y de sacrificio,
habían sido tantas las victorias y había arriesgado su vida en tantas batallas,
que pensaba que pronto llegaría el momento en que Dios estaría ya lo
suficientemente satisfecho con él como para permitirle retirarse a disfrutar de
su familia. Su esposa y sus hijos pequeños le esperaban… Desgraciadamente no podía
estar más equivocado.
En ocasiones sucede que el destino, o tal vez un Dios
demasiado exigente, se fija cruelmente en aquellos que tan bien le sirven y les
somete a pruebas extremas ante las que cualquier otro sucumbiría al instante. Así
fue como se vio sumido en la batalla más difícil de su vida…
El enemigo siempre está al acecho, es listo y paciente. En
su desesperación forja su propia armadura y para ello emplea un metal
indestructible: la maldad, y hace uso de las peores armas, esas que se suponen
prohibidas por indignas y que no son otras que la ruindad y la traición.
Si la victoria no se puede obtener en el campo de batalla,
el enemigo deberá hallar la forma de vencer de otro modo a su contrincante. Mas
si un guerrero no teme a la muerte, ¿de qué otra forma podrá ser vencido? ¿de
qué podrá tener miedo aquél que ni siquiera teme a la muerte?
*****
Imagino a aquel hombre íntegro y valeroso, hundido por la
angustia y el dolor en su aposento del castillo de Tarifa.
El sufrimiento de un corazón desgarrado tras recibir el
mensaje del jefe del ejército sarraceno, comunicándole que debía entregar la
plaza de Tarifa si quería volver a ver con vida a su hijo, cautivo en el
campamento musulmán que asediaba la ciudad. Si en el plazo estipulado no rendía
el castillo, a sus puertas encontraría la cabeza de su hijo ensartada en una
lanza.
Jamás se había enfrentado a una situación parecida. Su
mundo entero se derrumbó en un siniestro cataclismo que le sumió en la más absoluta
oscuridad. Y sintió miedo. Por primera vez en su vida se sintió solo e
indefenso, débil e incapaz de enfrentarse a tamaño reto. Aquella amenaza había
roto todas las reglas del juego.
¿Dónde estaban las normas de la caballería y de la
guerra? ¿Cómo podía ponerse en una misma balanza el amor por la patria frente
al amor por un hijo? ¿Qué daño había hecho su hijo Pedro Alfonso que contaba
con tan solo 10 años de edad?
Si permitía que asesinaran a su hijo ¿cómo podría volver
a mirar a su esposa? Perdería mucho más que a su hijo, perdería a su familia, y
se perdería a sí mismo.
Todo aquello por lo que había luchado durante su vida, era
su familia, pues si estaban en guerra contra los invasores era para regresar a
su hogar y poder vivir en paz con su familia. ¿Qué familia tendría él si
consentía que su hijo muriese por su culpa?
¿Cómo podría vivir con esa culpa y remordimiento?
¿Y si aceptaba el chantaje y aceptaba la rendición?
Entonces dejaría abierta la puerta para que se usara ese arma innoble y
traidora en cualquier otra ocasión. Su acción sería considerada como la más vil
y cobarde de las acciones, la batalla se perdería, la campaña entera se
perdería y tal vez también la guerra entera. Una guerra en la que él al fin y al cabo, no era más que una pequeña
pieza de ajedrez, tan solo un peón, que a finales del siglo XIII, daba continuidad
a una partida que había empezado hacía más de quinientos años.
La responsabilidad que recaía sobre él iba mucho más allá
de una simple decisión personal, su trascendencia repercutiría sin lugar a
dudas en toda la reconquista.
Aquella plaza era mucho más que un castillo, era la llave
del estrecho de Gibraltar. Quien controlara Tarifa controlaría el paso desde África
y por ende, la llegada de refuerzos para apoyar a los sarracenos.
Sólo le quedaba una salida y ésta no era otra que su fe. Su
Señor siempre le había apoyado y le había protegido. Al fin y al cabo él, don Alonso
Pérez de Guzmán no era más que un siervo de Dios y por Él y por la santa
iglesia luchaba en nombre del gran monarca cristiano Sancho, llamado el Bravo.
La Biblia narraba situaciones semejantes a la suya, y
entonces Dios siempre se había apiadado de sus fieles servidores. Job fue
puesto a prueba y había sido finalmente compensado. Pero sobre todo Abraham. Don
Alonso sólo quería pensar en Abraham, en ese ángel que el Señor había enviado
en el último instante para que sujetara su mano, cuando ya el cuchillo se
clavaba en la garganta de su hijo Isaac.
Los caminos de Dios son inescrutables y él estaba siendo
sometido a una siniestra prueba de valor. Y tomó la decisión más dura de su vida:
“Jamás rendiré la plaza de Tarifa -respondió a los
musulmanes- ¡Tomad mi daga! con ella podréis cumplir vuestra amenaza.”- Y en un
último y terrible desafío, lanzó desde el adarve su propio puñal.
Estoy segura de que Guzmán el Bueno confió hasta el
último segundo en que el buen Dios hiciera el milagro de salvar a su hijo. El
Señor cuenta con múltiples servidores; podía enviar a Santiago montado en su
caballo blanco, a San Millán, a San Jorge, o a cualquier ángel. El poder de
Dios todo lo consigue.
La historia nos confirma que lamentablemente no fue así.
Guzmán el Bueno no rindió la plaza y su hijo pequeño fue
decapitado.
Hoy, escribiendo este pequeño relato, imaginando aunque
sea mínimamente aquellos terribles momentos, tiemblo sólo al pensar en el increíble
dolor que aquel hombre debió sentir cuando abrió los ojos y contempló que el
milagro no se había producido, que la cabeza de su hijo ondeaba cual siniestro
estandarte en la lanza del soldado musulmán que se paseaba orgulloso ante las murallas
del castillo.
Aquel día había muerto un niño inocente. Sobre la tierra
pisoteada a los pies de la muralla de la fortaleza de Tarifa, en medio de un
charco de sangre, yacía el cuerpo degollado de un niño inocente.
En lo alto de la muralla, Alonso Pérez de Guzmán clavaba
las manos sobre las frías piedras de las almenas para que nadie notara el
temblor de su cuerpo ante su total desesperación. Las fuerzas le habían
abandonado pero su cuerpo se sostenía erguido cual férrea armadura, sin que el
comandante en jefe del ejército cristiano fuera en verdad dueño de sí mismo.
Ante su gente y ante el enemigo demostraba una vez más su
valor y su integridad. Había elegido cumplir con su deber y había puesto su
confianza y la vida de su hijo en manos de los designios divinos para defender
la fe cristiana. El sacrificio estaba hecho.
Lo que nadie sabía era que ese cuerpo mantenía en pie no
ya a un ser humano, sino a un padre ya sin vida, cuyo alma había sido
cruelmente arrebatada de su ser al mismo tiempo que la cabeza de su pequeño era
cercenada vilmente por los asesinos.
Aquel día había muerto un niño pero había nacido un héroe
y también una leyenda.
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